Maestros (y V): Begonya Folch





Este texto es parte del artículo "Maestros" que apareció en la revista Kireei magazine 7 (otoño 2015).

Begonya es actualmente profesora de secundaria en el Instituto Quatre Cantons de Barcelona pero ha trabajado en todas las etapas educativas, desde la educación infantil hasta la universitaria. Ella misma dice que no ha salido nunca del mundo educativo y por eso analiza todo en clave de educación, fascinada por la plasticidad del cerebro humano.
Empezó como maestra de catalán en primaria y su enfoque se centraba en la materia. Pero cuando tuvo que encargarse de una clase de alumnos de tres años, en un solo curso cambió su visión de lo que era la educación: aprendió a desenfocar, a adaptarse, a mirar a los ojos y a enseñar nuevas palabras a partir de emociones. Aprendió lo que era la infancia.
Su principal interés es la utopía del cambio educativo e intenta contribuir a ella desde su especialidad, la música, convencida de que el arte y la creatividad son la asignatura pendiente, clave para liberar y abrir la mente.
Nuestro primer encuentro en persona fue ante dos tazas – no recuerdo si de té o de café – y en todo aquel rato no tengo la sensación de haber estado encerrada en un local: la fuerza de su pasión por el trabajo que realiza me transportó a proyectos, momentos, sensaciones, que recuerdo casi como si los hubiera vivido.  La emoción de los descubrimientos de los alumnos, comprobando que sus ideas sobre arte contemporáneo tenían su respuesta en las obras expuestas en un museo. La constatación de que incluso el más inseguro podía llegar a saberse capaz, creador, generador de ideas valiosas. Alumnos imaginando el mundo a través de máquinas musicales. Una profesora ayudando a romper paredes, a abrir horizontes.
Todo esto poco tiene que ver con la última ley educativa, que Begonya identifica con el concepto de “empleabilidad” (traducción del inglés employability: employ + hability). Se lamenta de que quien nos gobierna atribuya a la educación el objetivo de dotar al educando de la habilidad para obtener un trabajo y mantenerlo, a pesar de que los empleos de hoy, que modelan el sistema, no serán los mismos que los del futuro. ¿Y la felicidad? “No hace falta esperar veinte años para descubrir los pies de barro de esta interpretación superficial y utilitarista de la política educativa”, sentencia.
El sistema, obsoleto, ya se habría derrumbado hace tiempo si no fuera por los maestros que salvan cada día a la escuela del naufragio, afirma. Es una contradicción puesto que los mismos que desearían un cambio son a menudo los que sostienen el viejo edificio. El mundo es cambiante y los cambios educativos son demasiado lentos. La mejor escuela será siempre, pues, la que se enfoca hacia el cambio.
Begonya está convencida de que la escuela no puede hacerlo todo. El grueso del tejido social todavía no ha asumido su responsabilidad en la educación de los jóvenes. Vivimos, además, en un entorno tensionado: la familia, con sus desigualdades, urgencias y fracturas; el contexto social, en crisis; el tiempo que vivimos, altamente monetizado. La escuela no puede compensar todo esto, y menos sin tener la confianza de la sociedad. Igual que la confianza empodera a los alumnos, también la escuela se vería beneficiada. La confianza es la base de unas relaciones humanas sólidas. Y sobre la confianza es esta anécdota que recuerda de su niñez, una gran lección que aprendió con 10 años de la mano de su maestra doña Rosita: “Nos pidió un trabajo sobre un animal. En casa había una enciclopedia Sopena y dos más en inglés. Abrí la Sopena por la palabra "leopardo" y copié algunos párrafos. Doña Rosita no me dijo nada, me devolvió el trabajo con una nota manuscrita al final: "Está copiado. Tú puedes hacerlo mejor”. Sólo seis palabras; las cuatro últimas no me han abandonado nunca. El trabajo que entregué seguidamente era sobre el cocodrilo. Recuerdo que un cocodrilo recién nacido nos cabría en la mano y recuerdo todos los dibujos que hice a mano alzada y todos los pies de foto que escribí. Y lo que más recuerdo es la nota manuscrita que había al final: "Está precioso. ¡Excelente!".”
Cree Begonya que aprender duele, que es abandonar una zona segura y confortable para adentrarse en lo desconocido. Y eso solo puede hacerse si se alimenta de confianza. Para ello es crucial el ecosistema en el que se produce este aprendizaje, la cultura de centro, que debe incluir autonomía, apoyo y reconocimiento. Estos aspectos poco visibles marcan el comportamiento de las personas y su relación entre ellas. Begonya encuentra curioso que algo tan importante nunca esté especificado en los documentos de centro, ni se pueda explicar a los nuevos profesores que se incorporan, ni se pueda evaluar y mejorar, siendo las relaciones humanas y las relaciones de las personas con el conocimiento lo más importante de la educación.
Esta es, para Begonya, la gran importancia del contexto: darse cuenta de que no podemos hablar de profesores aislados, de aprendices aislados, de familias aisladas, de escuelas aisladas. Todo forma parte de una gran red de relaciones que depende de un contexto. Y recorre a Philippe Meirieu para ilustrarlo: “"El profesor debe crear las condiciones para que el niño se pueda desarrollar y tiene que crear situaciones para que pueda ponerse en juego". O, resumido por emily Dickinson: "El agua se aprende de la sed" (del poema Water is Taught by Thirst). El profesor debe ser un creador de condiciones y necesidades, porque es de la necesidad de donde  surge el aprendizaje. Así, su idea de la función del profesor la resume con una metáfora: “Últimamente he imaginado la tarea del maestro, la de doña Rosita, como la de alguien que va dirigiendo el haz de luz de un lugar a otro con pequeños espejos; la coge de aquí, la refleja hacia allí, la captura y la endereza y finalmente ilumina la parte no visible, la que hay que poner de relieve, la que el alumno no vería por sí solo. El maestro como un mago de la energía y las partículas de luz, un sabio de las frecuencias de onda, del juego de espejos, alguien que sabe lo que cada uno necesita y el momento en que lo necesita.”
¿Y el futuro? Begonya prefiere creer que en el futuro no existirán las escuelas, al menos no como las conocemos ahora. Los tiempos y los espacios deberían cambiar: nada de horarios rígidos y sí a los espacios diseñados con pasión, tal como pedía Loris Malaguzzi. Y, sobre todo, un itinerario formativo para cada persona, en constante revisión entre las familias, los docentes y los propios alumnos. La escuela del futuro deberá estar atenta a las emociones, sin las cuales no hay aprendizaje significativo. Deberá entrenar la virtud de la perseverancia. Tendrá las puertas abiertas a las familias y entenderá la importancia de comunicar lo que hace, lo que piensa, lo que reflexiona.
Su conclusión es esta: “Dice una de las leyes de la Física que "el futuro de un sistema depende fuertemente de sus condiciones iniciales". Por eso digo que espero que en el futuro no haya escuelas: las condiciones iniciales del sistema educativo ya no nos sirven, nos frenan. Es hora de comenzar un nuevo modelo de escuela, de relaciones humanas, de sociedad. Las condiciones iniciales serán importantes, por eso habría que pensar bien y no heredar lo que ya no nos servirá.”




Creatividad
“La creatividad es la habilidad cognitiva más compleja, la que involucra a todas las otras habilidades del pensamiento. La actividad creadora nos pone en cuestión con nosotros mismos, con los demás y con el mundo. Nadie, ante el acto de creación, se conforma con un desempeño pobre. Enseguida aprendemos a no conformarnos con la primera versión, desarrollamos el espíritu crítico, ganamos autoconfianza y entrenamos la exigencia y la mejora continua. La creación es para mí mis gafas para mirar los actos de aprendizaje. El pensamiento humano es una especie de máquina que se crea a sí misma: sólo sabemos de su funcionamiento por las obras que produce, y cuanto más produce, más compleja se hace. Celebro las creaciones musicales o literarias de mis alumnos, sus dibujos y pinturas, sus máquinas autopropulsadas, sus presentaciones... Les hago ver que nada de esto existiría sin su acción creadora, y que tiene un gran valor, como producto de su mente, única e irrepetible, y como ejercicio para mantener ágil la imaginación, porque el mundo lo tendrán que imaginar ellos y ellas, y el bienestar de todos dependerá también de sus ideas. También les digo que la mejor manera de tener buenas ideas es teniendo muchas ideas, y que no juzguen cuando estén en un proceso de creación. Los procesos de creación te abren los marcos mentales muy rígidos, por cierto, en la adolescencia; te hacen más flexible y más comprensivo, más empático, más abierto, más atrevido, ocurrente y, yo diría, más completo, más feliz. La expresión de pensamientos, ideas, emociones y sentimientos es un derecho. Me gusta pensar que en el aula mis alumnos encuentran las condiciones y las situaciones para entrenar esta faceta de su inteligencia.
Las clases destinadas a la creación son muy diferentes de las que se dedican a la reproducción. Es cierto que el acto creador exige mucha autonomía y libertad de acción y de elección; esto no quiere decir que no ponemos márgenes y guías. Pero es cierto que es un tipo de actividad intelectual que no se produce por dictado, no se puede imponer. Se puede alentar, acompañar, animar, pero el motor de la inteligencia creadora es la propia inteligencia, con su propia energía, lo que entre los docentes es conocido como motivación intrínseca, la única motivación que está involucrada en el aprendizaje natural.
Esta apuesta por la creatividad no está desprovista de problemas. A menudo me encuentro con chicos y chicas muy competitivos, que han aprendido que el desempeño escolar es una carrera para ser más rápidos y mejores que sus compañeros; alumnos acostumbrados a las actividades tipo embudo, de respuesta única, en las que lo más importante es llegar el primero a la solución, y la solución es sólo una. Llamamos a estos alumnos "aprendices de nivel estratégico" (Ken Bain), los que se esfuerzan sólo a cambio de una recompensa extrínseca, una nota, un aplauso, un premio.
Esta actitud hacia el conocimiento limita el aprendizaje y el autoconocimiento, y no es natural, sino aprendida. Me cuesta mucho desmontar estas 'certezas' y hacer entender el valor de la individualidad, de la imaginación y del acto creador. Y a menudo estos alumnos más competitivos se sienten perdidos ante propuestas de creación, no encuentran cuál es el valor máximo, seguramente porque se han acostumbrado a buscarlo fuera y ahora tienen que buscar dentro. El acto de crear es una batalla contra uno mismo, una búsqueda, un descubrimiento. Se puede vivir sin el acto creativo, seguramente, pero se vivirá una vida más plana, sin capas, muy ligada a lo que es cotidiano y urgente. Me gusta pensar que la creación nos eleva un palmo de tierra, nos hace conocer áreas escondidas de nuestra persona, da importancia a la experiencia, el bagaje, las sensaciones y las emociones, nos conecta con los demás en otro plano, nos permite expresarnos de una manera más rica y nos hace entendernos un poco más.
También hay aprendices de nivel superficial. Son los que no han conseguido conectar ninguno de sus intereses con las propuestas didácticas. A menudo tienen una situación inicial desfavorecida, con pocos estímulos en la primera infancia, poca autoestima y un estilo educativo familiar muy pobre. Cuando se les pide una motivación que no encuentran, en realidad se les pide que superen la única situación que les es familiar; es un salto mortal hacia no se sabe dónde, y lo hacen muy pocos. Esta situación se conoce como efecto Mateo en educación. Algunas veces somos capaces de desactivarlo, no siempre. Yo pienso que la labor creativa ofrece una de las mejores maneras de hacerlo, en parte porque el punto de partida es el mismo para todos y se puede asegurar el éxito de todos los alumnos.
Los aprendices de nivel profundo encuentran un gran placer en las propuestas de creación, porque ya han aprendido a dar importancia a su individualidad y no les da miedo explorar un poco más. Se dejan llevar por el hecho creativo porque tienen auto-confianza. A los más racionales les cuesta más, descubren una vertiente muy rica que tendrán que desarrollar; a los más intuitivos les produce un gran placer y los resultados son muy satisfactorios. Por eso intento que las situaciones reclamen razón e intuición, y procuro valorarlas por igual.”

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